Estaba encerrada en un cuartito. De tanto en tanto, abrían la puerta,
revolvían un rato, buscaban, movían bruscamente todo lo que allí dentro
había y, de golpe, se cerraba de nuevo. Oscuridad total. A veces, en
esos ratitos cuando había
luz de día,
estiraba sus patitas flacas y trataba de adivinar el sol, trataba de
adivinar el viento; la lluvia. Si ya había aire de verano o si todavía
era invierno. Otras le era imposible asomarse porque le ponían encima
toda suerte de objetos que pasaban por ella sin preguntar nada:
lamparitas, pinzas, cables, latas, cajitas, tornillos, también cosas que
nunca logro identificar. Y no es que tuviera algo en particular contra
ellas sino que simplemente quería otra cosa. Se imaginaba con los
juguetes más preciados, con los pocillos de café para las visitas, a upa
de una pared para no tener que estirarse tanto. Un día después de
tanto pensarlo, sonrió con ganas y decidió irse la próxima vez que
abrieran la puerta. Y así fue, La Rosarina recorrió rutas de
kilómetros dispuesta a dejar atrás sus días de encierro y empezar una
nueva vida.
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